El iPad llega a Europa, donde se agota a pesar de la crisis económica que azota a ese continente; Paulina Rubio está embarazada, ¡y muestra su barriguita!; el presidente Obama visita las costas de Luisiana para constatar los daños del derrame petrolero; Lady Gaga continúa escandalizando con sus excentricidades; el Vaticano dice que el infierno es el peor castigo para los pederastas; descompuestas 32 mil toneladas de alimentos almacenados en Venezuela...y más, y más.
El mosaico noticioso que muestran las páginas web se acomoda, como una pieza colorida y como puede, en nuestros cerebros, sin la garantía de que será adecuadamente procesada.
Las noticias (que no siempre son noticias) se mezclan unas con otras en una relación desordenada y contradictoria que, sin embargo, ya vemos como natural y hasta necesaria, porque según dicen y nos dicen, somos nosotros los que decidimos qué ver o leer.
Si a este despliegue informativo, cada vez más atractivo y avasallante al que por voluntad o necesidad nos exponemos, le sumamos la dosis diaria de redes sociales, las horitas de televisión o de radio y el escaneo de las fotos, titulares y sumarios de los periódicos (y su lectura reposada, cuando da tiempo), concluimos que noticias e informadores es lo que sobra en este mundo.
La pregunta es si estamos más y mejor informados, o si la cantidad está atentando contra la calidad de lo que recibimos por diferentes fuentes. Es decir, la eterna pregunta.
La reflexión viene luego de leer una frase del escritor noruego Jostein Gaarder, quien en una entrevista con El País afirmó que “el cerebro humano está hecho para historias más que para enciclopedias o información digital” e incluso le restó importancia al dilema del soporte sobre el que se lee, pues “lo primordial es que se siga acudiendo a la creatividad y a la narrativa”.
Ajá, pensé, volvemos a lo que tanto recalcaba el periodista argentino Tomás Eloy Martínez: “El periodismo nació para contar historias”. Así de simple. La gente quiere oír lo que le pasa a la gente. Martínez agregaba:
Sostenía el periodista que “uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos”.
Y entonces, me digo ¿por qué no contamos historias? En especial los periódicos, tan abrumados como están hoy por la tecnología y las nuevas plataformas informativas que “le roban” lectores.
Jean Francois Fogel y Bruno Patiño, en La Prensa sin Gutenberg (2005), ya lo advertían: “Internet lleva a cabo una auténtica revolución copernicana cuando arrastra a la audiencia a unos sumarios múltiples y fragmentados”.
Mi esencia revolucionaria me coloca del lado de Copérnico. De aprovechar al máximo y con fines colectivos lo positivo que ofrecen las nuevas tecnologías, porque de eso se trata, de evolucionar.
Mas, qué mayor revolución que volver a contar historias como las que escuchábamos de niños, con su buen sabor a magia y verdad, que olían a humanidad y nos dejaban algo para la reflexión. Y ojo: no estoy hablando de ficción sino de realidad.
El mosaico noticioso que muestran las páginas web se acomoda, como una pieza colorida y como puede, en nuestros cerebros, sin la garantía de que será adecuadamente procesada.
Las noticias (que no siempre son noticias) se mezclan unas con otras en una relación desordenada y contradictoria que, sin embargo, ya vemos como natural y hasta necesaria, porque según dicen y nos dicen, somos nosotros los que decidimos qué ver o leer.
Si a este despliegue informativo, cada vez más atractivo y avasallante al que por voluntad o necesidad nos exponemos, le sumamos la dosis diaria de redes sociales, las horitas de televisión o de radio y el escaneo de las fotos, titulares y sumarios de los periódicos (y su lectura reposada, cuando da tiempo), concluimos que noticias e informadores es lo que sobra en este mundo.
La pregunta es si estamos más y mejor informados, o si la cantidad está atentando contra la calidad de lo que recibimos por diferentes fuentes. Es decir, la eterna pregunta.
La reflexión viene luego de leer una frase del escritor noruego Jostein Gaarder, quien en una entrevista con El País afirmó que “el cerebro humano está hecho para historias más que para enciclopedias o información digital” e incluso le restó importancia al dilema del soporte sobre el que se lee, pues “lo primordial es que se siga acudiendo a la creatividad y a la narrativa”.
Ajá, pensé, volvemos a lo que tanto recalcaba el periodista argentino Tomás Eloy Martínez: “El periodismo nació para contar historias”. Así de simple. La gente quiere oír lo que le pasa a la gente. Martínez agregaba:
Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía.
Sostenía el periodista que “uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos”.
Y entonces, me digo ¿por qué no contamos historias? En especial los periódicos, tan abrumados como están hoy por la tecnología y las nuevas plataformas informativas que “le roban” lectores.
Estamos viviendo en el medio de una revolución copernicana en lo que respecta a las comunicaciones y a la tecnología. Es muy pronto para decir qué nos va a deparar todo esto, por supuesto que traerá muchas posibilidades y bendiciones, y ya podemos ver también que trae mucha basura, respondía el escritor noruego sobre el impacto tecnológico en los nuevos tiempos.
Jean Francois Fogel y Bruno Patiño, en La Prensa sin Gutenberg (2005), ya lo advertían: “Internet lleva a cabo una auténtica revolución copernicana cuando arrastra a la audiencia a unos sumarios múltiples y fragmentados”.
Mi esencia revolucionaria me coloca del lado de Copérnico. De aprovechar al máximo y con fines colectivos lo positivo que ofrecen las nuevas tecnologías, porque de eso se trata, de evolucionar.
Mas, qué mayor revolución que volver a contar historias como las que escuchábamos de niños, con su buen sabor a magia y verdad, que olían a humanidad y nos dejaban algo para la reflexión. Y ojo: no estoy hablando de ficción sino de realidad.
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