Caras vemos, corazones no sabemos. Sabio dicho popular que encaja muy bien con la última noticia que tiene como protagonista a la ex candidata presidencial de Colombia, Ingrid Betancourt y su familia.
Su solicitud al Estado colombiano de una indemnización por 6,5 millones de dólares (15 mil millones de pesos) por los daños y perjuicios que le dejó el secuestro que vivió durante seis años a manos de las Farc (2002-2008), ha dejado con la boca abierta a más de uno. Y no es para menos.
Desde el presidente Álvaro Uribe, próximo a abandonar la Casa de Nariño, hasta el más humilde de los ciudadanos del país hermano, jamás imaginaron que sería la franco-colombiana Ingrid Betancourt, de rostro amable y verbo combativo, amiga de las causas más nobles y crítica de la corrupción, quien exigiría que se le compensara por haber padecido tan dramática experiencia.
Hasta allí, estoy segura, los colombianos podrían estar de acuerdo. El Estado está en la obligación de velar por la seguridad y el respeto a los derechos humanos de sus nacionales y en consecuencia, sería lógico suponer que deba responder ante ellos cuando esta obligación es incumplida.
Sin embargo, este deber ser no se cumple. Y si así fuera, las arcas del Tesoro colombiano correrían el riesgo de quedarse vacías, dada la cantidad de indemnizaciones que tendrían que honrar, visto que es un país donde el secuestro por parte de la guerrilla ha destruido miles sino millones de vidas, porque no sólo se trata de las víctimas, sino también de sus familias. Mejor dicho, de toda Colombia durante más de cuatro décadas.
Cuando sabemos este “detallito” histórico, comprendemos el porqué de las reacciones de rechazo que ha causado en los vecinos la polémica petición de la ex rehén, que a la vez se enfrenta con un Gobierno que, aunque sorprendido, asegura tener en su poder un documento donde Betancourt asumió la responsabilidad de su arriesgado viaje al Caguán.
Los foros de debate sobre el tema en las web de El Tiempo y El Espectador son casi unánimes en condenar el requerimiento de Betancourt y ni hablar del tono de los calificativos con los que critican su demanda. Los usuarios llegan al punto de proponer que sea ella la que pague al Gobierno los gastos de la operación Jaque, que logró su rescate.
Desde que la secuestraron, el 23 de febrero de 2002 hasta el día de su liberación, el 2 de julio de 2008, cosechó la solidaridad de su país y el mundo, pero los efectos de su carisma o candidez comenzaron a difuminarse casi al mismo tiempo que regresó a la otra realidad.
Su compañera de cautiverio, Clara Rojas y los tres ex rehenes estadounidenses (también liberados junto con 11 uniformados), marcaron distancia de Betancourt apenas tuvieron oportunidad, colando a la opinión pública declaraciones que sembraron de dudas la impresión que se tenía sobre quién es o fue, realmente, la ex candidata durante el secuestro.
Su esposo, para echarle más leña al fuego, publicó un libro a principios de este año para contar todo sobre su famosa ex esposa, verdades o mentiras que dieron más tela para cortar.
Cuando el pasado primero de julio retornó a Bogotá, una emocionada Betancourt dijo estar en recuperación emocional.
“El proceso es lento, llevo dos años buscando mi equilibrio (…) Debo confesarle que cada vez que vuelvo a pensar... para mí es muy difícil aguantar las lágrimas (...) el proceso todavía no lo he culminado”.
Betancourt, queriéndolo o no, ha venido cambiando una imagen de luchadora social y política que prometía retomar el camino hacia la Presidencia neogranadina a una de celebridad mundial que de tanto en tanto nos sorprende, como ahora...eso sí, con un rostro amable y sereno.
Es probable que, como el titulo de su libro de 2001 -donde calificó al Congreso colombiano de “nido de narcotraficantes”- la verdadera Ingrid regresó a la civilización con La rabia en el corazón. Y eso, no podemos verlo.
Su solicitud al Estado colombiano de una indemnización por 6,5 millones de dólares (15 mil millones de pesos) por los daños y perjuicios que le dejó el secuestro que vivió durante seis años a manos de las Farc (2002-2008), ha dejado con la boca abierta a más de uno. Y no es para menos.
Desde el presidente Álvaro Uribe, próximo a abandonar la Casa de Nariño, hasta el más humilde de los ciudadanos del país hermano, jamás imaginaron que sería la franco-colombiana Ingrid Betancourt, de rostro amable y verbo combativo, amiga de las causas más nobles y crítica de la corrupción, quien exigiría que se le compensara por haber padecido tan dramática experiencia.
Hasta allí, estoy segura, los colombianos podrían estar de acuerdo. El Estado está en la obligación de velar por la seguridad y el respeto a los derechos humanos de sus nacionales y en consecuencia, sería lógico suponer que deba responder ante ellos cuando esta obligación es incumplida.
Sin embargo, este deber ser no se cumple. Y si así fuera, las arcas del Tesoro colombiano correrían el riesgo de quedarse vacías, dada la cantidad de indemnizaciones que tendrían que honrar, visto que es un país donde el secuestro por parte de la guerrilla ha destruido miles sino millones de vidas, porque no sólo se trata de las víctimas, sino también de sus familias. Mejor dicho, de toda Colombia durante más de cuatro décadas.
Cuando sabemos este “detallito” histórico, comprendemos el porqué de las reacciones de rechazo que ha causado en los vecinos la polémica petición de la ex rehén, que a la vez se enfrenta con un Gobierno que, aunque sorprendido, asegura tener en su poder un documento donde Betancourt asumió la responsabilidad de su arriesgado viaje al Caguán.
Los foros de debate sobre el tema en las web de El Tiempo y El Espectador son casi unánimes en condenar el requerimiento de Betancourt y ni hablar del tono de los calificativos con los que critican su demanda. Los usuarios llegan al punto de proponer que sea ella la que pague al Gobierno los gastos de la operación Jaque, que logró su rescate.
Desde que la secuestraron, el 23 de febrero de 2002 hasta el día de su liberación, el 2 de julio de 2008, cosechó la solidaridad de su país y el mundo, pero los efectos de su carisma o candidez comenzaron a difuminarse casi al mismo tiempo que regresó a la otra realidad.
Su compañera de cautiverio, Clara Rojas y los tres ex rehenes estadounidenses (también liberados junto con 11 uniformados), marcaron distancia de Betancourt apenas tuvieron oportunidad, colando a la opinión pública declaraciones que sembraron de dudas la impresión que se tenía sobre quién es o fue, realmente, la ex candidata durante el secuestro.
Su esposo, para echarle más leña al fuego, publicó un libro a principios de este año para contar todo sobre su famosa ex esposa, verdades o mentiras que dieron más tela para cortar.
Cuando el pasado primero de julio retornó a Bogotá, una emocionada Betancourt dijo estar en recuperación emocional.
“El proceso es lento, llevo dos años buscando mi equilibrio (…) Debo confesarle que cada vez que vuelvo a pensar... para mí es muy difícil aguantar las lágrimas (...) el proceso todavía no lo he culminado”.
Betancourt, queriéndolo o no, ha venido cambiando una imagen de luchadora social y política que prometía retomar el camino hacia la Presidencia neogranadina a una de celebridad mundial que de tanto en tanto nos sorprende, como ahora...eso sí, con un rostro amable y sereno.
Es probable que, como el titulo de su libro de 2001 -donde calificó al Congreso colombiano de “nido de narcotraficantes”- la verdadera Ingrid regresó a la civilización con La rabia en el corazón. Y eso, no podemos verlo.
Comentarios