Como en el cine, donde ninguna imagen es gratuita -cada toma aporta sentido y coherencia al filme-, el último episodio de la históricamente difícil relación entre Venezuela y Colombia constituye la nueva pieza del -por ahora- expediente imaginario que se construye contra la paz de ambos países y por ende, de Latinoamérica.
La decisión del Gobierno venezolano de romper relaciones diplomáticas con el vecino país, tras considerarse agredido por la administración del saliente presidente Álvaro Uribe Vélez, quien lo acusa ante la OEA de amparar a la guerrilla de las Farc en nuestro territorio, representa el más delicado resultado de cuantas dificultades han protagonizado las dos naciones en los últimos nueve años.
Lo grave del asunto es que esta crisis binacional, de permanentes denuncias desde Bogotá hacia Venezuela, pero sin pruebas concretas y sin que de este lado se demuestre oportunamente que son infundadas -según asegura Miraflores-, han sido expuestas más en el escenario mediático que en el que corresponde, el de la política y la diplomacia. Y ahí es donde está el problema.
Llevar temas tan serios a la plaza pública, antes que al diálogo transparente entre gobiernos de países hermanos, responde a objetivos muy bien pensados y como podría comprobarse en el futuro, hasta justificados.
Si bien ningún país tiene derecho de acusar a otro sin pruebas contundentes y mucho menos inmiscuirse en forma grosera en sus asuntos internos -como lo hizo claramente el embajador colombiano Luis Alfonso Hoyos ante la OEA- tampoco puede cerrarse de plano el debate y la investigación.
Puertas adentro, los venezolanos debemos saber qué está pasando en nuestros poblados fronterizos, dispersos en más de 2.200 kilómetros, donde abundan los testimonios de gente común que asegura estar conviviendo entre irregulares y paramilitares. Es prudente y necesario que se investigue, aclare y de ser verdadero, se actúe en consecuencia. Tan sencillo como olvidarse por un ratico de los micrófonos.
(Por cierto, que llamó mucho la atención cómo el embajador Hoyos no se refirió, en su vehemente denuncia, a las fuerzas paramilitares que como se sabe han sido vinculadas, con pruebas puntuales, a Uribe Vélez y su gobierno. Cosas de la memoria, supongo).
Mientras, los colombianos también deben pedirle explicaciones a su Gobierno, tan diligente a la hora de saber dónde y cómo pasan sus días los jefes guerrilleros en la Patria de Bolívar, pero que no es capaz de dar con los poquiticos que quedan allá (asumiendo como ellos dicen que la mayoría se mudó a este lado) y mucho menos encuentran dónde se esconden los "paras".
De antemano, Colombia y hasta Venezuela sabían que en la OEA no se iba a lograr nada al presentar las denuncias sin sólidos fundamentos (y porque nunca resuelve nada, recordemos el caso de la invasión militar colombiana a Ecuador y el golpe de Estado en Honduras) y mucho menos en la Corte Penal Internacional (CPI), donde el gobierno neogranadino amenaza con recurrir.
Sin embargo, el efecto en la opinión pública es, en este momento para Uribe (y no sabemos con certeza si para Juan Manuel Santos, su sucesor), un recurso necesario.
No es fácil abandonar el Palacio de Nariño el próximo 7 de agosto con la espalda cargada de escándalos (falsos positivos, espionaje telefónico a las instituciones, vínculos con paramilitares, etc). Gracias a Dios que tuvo a Venezuela a mano, durante ocho años, para desviar las miradas de los colombianos hacia este lado cuando más lo requirió.
Hasta este 22 de julio, Uribe supo cómo desviar la atención de lo que pasaba en su país. Mientras en la OEA el embajador Hoyos cavaba sin descanso para sepultar el hilo de vida que le quedaba a la unión colombo-venezolana, en la zona de la Macarena (Col) se descubría una fosa común con nada menos que 2 mil cuerpos. Por supuesto, la noticia que recorre el mundo es la ruptura total de relaciones.
Urge aclarar lo que haya que aclarar (en especial Venezuela, para curarse en salud) y disipar las tensiones que pudieran existir de esta parte y de aquella, sin insistir en mediatizar supuestas verdades que de tanto recalcarlas y alimentarlas terminarán por convertirse en verdades irrefutables, como aquella de que en Irak habían armas de destrucción masiva, como tanto le dijo al mundo el gobierno del ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
Hoy sabemos que las armas en cuestión nunca existieron, pero la denuncia, que sí estaba muy bien armada, sirvió para justificar la invasión del país petrolero (que coincidencia, ¡como nosotros!) y la guerra que nutre a la industria bélica y que ha cobrado más vidas civiles que militares en más de siete años...y contando, porque ahora no hay manera de salir de allí.
Se me olvidaba un pequeño detalle: desde hace justo un año, EE UU opera en siete bases militares colombianas, motivo principal del congelamiento de relaciones colombo-venezolanas. Insisto, en política ninguna acción es gratuita y recordemos que el (por ahora) expediente imaginario sigue engordando.
La decisión del Gobierno venezolano de romper relaciones diplomáticas con el vecino país, tras considerarse agredido por la administración del saliente presidente Álvaro Uribe Vélez, quien lo acusa ante la OEA de amparar a la guerrilla de las Farc en nuestro territorio, representa el más delicado resultado de cuantas dificultades han protagonizado las dos naciones en los últimos nueve años.
Lo grave del asunto es que esta crisis binacional, de permanentes denuncias desde Bogotá hacia Venezuela, pero sin pruebas concretas y sin que de este lado se demuestre oportunamente que son infundadas -según asegura Miraflores-, han sido expuestas más en el escenario mediático que en el que corresponde, el de la política y la diplomacia. Y ahí es donde está el problema.
Llevar temas tan serios a la plaza pública, antes que al diálogo transparente entre gobiernos de países hermanos, responde a objetivos muy bien pensados y como podría comprobarse en el futuro, hasta justificados.
Si bien ningún país tiene derecho de acusar a otro sin pruebas contundentes y mucho menos inmiscuirse en forma grosera en sus asuntos internos -como lo hizo claramente el embajador colombiano Luis Alfonso Hoyos ante la OEA- tampoco puede cerrarse de plano el debate y la investigación.
Puertas adentro, los venezolanos debemos saber qué está pasando en nuestros poblados fronterizos, dispersos en más de 2.200 kilómetros, donde abundan los testimonios de gente común que asegura estar conviviendo entre irregulares y paramilitares. Es prudente y necesario que se investigue, aclare y de ser verdadero, se actúe en consecuencia. Tan sencillo como olvidarse por un ratico de los micrófonos.
(Por cierto, que llamó mucho la atención cómo el embajador Hoyos no se refirió, en su vehemente denuncia, a las fuerzas paramilitares que como se sabe han sido vinculadas, con pruebas puntuales, a Uribe Vélez y su gobierno. Cosas de la memoria, supongo).
Mientras, los colombianos también deben pedirle explicaciones a su Gobierno, tan diligente a la hora de saber dónde y cómo pasan sus días los jefes guerrilleros en la Patria de Bolívar, pero que no es capaz de dar con los poquiticos que quedan allá (asumiendo como ellos dicen que la mayoría se mudó a este lado) y mucho menos encuentran dónde se esconden los "paras".
De antemano, Colombia y hasta Venezuela sabían que en la OEA no se iba a lograr nada al presentar las denuncias sin sólidos fundamentos (y porque nunca resuelve nada, recordemos el caso de la invasión militar colombiana a Ecuador y el golpe de Estado en Honduras) y mucho menos en la Corte Penal Internacional (CPI), donde el gobierno neogranadino amenaza con recurrir.
Sin embargo, el efecto en la opinión pública es, en este momento para Uribe (y no sabemos con certeza si para Juan Manuel Santos, su sucesor), un recurso necesario.
No es fácil abandonar el Palacio de Nariño el próximo 7 de agosto con la espalda cargada de escándalos (falsos positivos, espionaje telefónico a las instituciones, vínculos con paramilitares, etc). Gracias a Dios que tuvo a Venezuela a mano, durante ocho años, para desviar las miradas de los colombianos hacia este lado cuando más lo requirió.
Hasta este 22 de julio, Uribe supo cómo desviar la atención de lo que pasaba en su país. Mientras en la OEA el embajador Hoyos cavaba sin descanso para sepultar el hilo de vida que le quedaba a la unión colombo-venezolana, en la zona de la Macarena (Col) se descubría una fosa común con nada menos que 2 mil cuerpos. Por supuesto, la noticia que recorre el mundo es la ruptura total de relaciones.
Urge aclarar lo que haya que aclarar (en especial Venezuela, para curarse en salud) y disipar las tensiones que pudieran existir de esta parte y de aquella, sin insistir en mediatizar supuestas verdades que de tanto recalcarlas y alimentarlas terminarán por convertirse en verdades irrefutables, como aquella de que en Irak habían armas de destrucción masiva, como tanto le dijo al mundo el gobierno del ex presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
Hoy sabemos que las armas en cuestión nunca existieron, pero la denuncia, que sí estaba muy bien armada, sirvió para justificar la invasión del país petrolero (que coincidencia, ¡como nosotros!) y la guerra que nutre a la industria bélica y que ha cobrado más vidas civiles que militares en más de siete años...y contando, porque ahora no hay manera de salir de allí.
Se me olvidaba un pequeño detalle: desde hace justo un año, EE UU opera en siete bases militares colombianas, motivo principal del congelamiento de relaciones colombo-venezolanas. Insisto, en política ninguna acción es gratuita y recordemos que el (por ahora) expediente imaginario sigue engordando.
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