Cuando se habla de compromiso y responsabilidad se alude a palabras mayores. Serias. Definitivas.
Será por eso que a muy poca gente le gusta que le hablen de ellas.
“No, no, que va. Lo mejor es mirar los toros desde la barrera”, suelen decir los que son alérgicos a este par de vocablos, que igual suena a obligación contraída que a situación incómoda o a dificultad, según quien lo mire.
Esta aversión me parece injustificada, porque desde el momento mismo que nacemos ya estamos en tremendo compromiso, sólo que de niños lo disfrutamos y de adultos le tememos.
De pequeños nuestra “obligación contraída” es vivir. De grandes sigue siendo la misma, pero sin olvidar los valores de la infancia. Y es ahí donde todo se complica.
Perdemos la memoria. Ésta se nos escurre entre los dedos como una gelatina y el recuerdo de lo que hace maravillosa a la vida se nos desvanece cada vez que cumplimos años. “Ya estamos mayorcitos; las cosas no son como antes”, parece que nos repitiéramos.
Se nos olvida, a la mayoría de los mortales, lo importante que es mantener viva la curiosidad, el deseo por aprender (así se tengan 60 años) y descubrir las bondades de la imaginación.
Se nos olvida que lo esencial de ser humanos es conservar vivos los principios que quizás, sin saberlo, defendemos en la niñez, como son el derecho a amar, a imitar lo bueno de las personas que queremos o admiramos, la oportunidad de soñar en ser alguien y luchar, de a poquito, para convertirnos en eso.
Estos aires filosóficos de hoy me vienen tras la muerte, este viernes, del escritor portugués José Saramago (1922-2010). Un hombre que entendió muy bien lo que significa la palabra compromiso.
No sólo fue un magnífico escritor, sino que llevó también sus palabras y sus palmadas de apoyo donde creyó que eran necesarias.
Defendió sus ideales, fue crítico y pesimista (decía que los pesimistas son los que cambian el mundo, no los optimistas que ven todo bien) y promovió la tolerancia.
Admiro a creadores como Saramago porque son gente auténtica, que no teme ser incómodo para algunos cuando defiende su verdad; que asume lo que considera su responsabilidad en la vida y de paso, da ejemplo para los que quedamos.
De él podemos citar cientos de sabias frases y reflexiones, pero ninguna como la que quiero mantener encendida en mi memoria hasta que cumpla 100 años: “La vejez empieza cuando se pierde la curiosidad”.
Y si no, que lo diga el doctor venezolano Jacinto Convit, que a los 96 años ha descubierto una autovacuna contra el cáncer.
Será por eso que a muy poca gente le gusta que le hablen de ellas.
“No, no, que va. Lo mejor es mirar los toros desde la barrera”, suelen decir los que son alérgicos a este par de vocablos, que igual suena a obligación contraída que a situación incómoda o a dificultad, según quien lo mire.
Esta aversión me parece injustificada, porque desde el momento mismo que nacemos ya estamos en tremendo compromiso, sólo que de niños lo disfrutamos y de adultos le tememos.
De pequeños nuestra “obligación contraída” es vivir. De grandes sigue siendo la misma, pero sin olvidar los valores de la infancia. Y es ahí donde todo se complica.
Perdemos la memoria. Ésta se nos escurre entre los dedos como una gelatina y el recuerdo de lo que hace maravillosa a la vida se nos desvanece cada vez que cumplimos años. “Ya estamos mayorcitos; las cosas no son como antes”, parece que nos repitiéramos.
Se nos olvida, a la mayoría de los mortales, lo importante que es mantener viva la curiosidad, el deseo por aprender (así se tengan 60 años) y descubrir las bondades de la imaginación.
Se nos olvida que lo esencial de ser humanos es conservar vivos los principios que quizás, sin saberlo, defendemos en la niñez, como son el derecho a amar, a imitar lo bueno de las personas que queremos o admiramos, la oportunidad de soñar en ser alguien y luchar, de a poquito, para convertirnos en eso.
Estos aires filosóficos de hoy me vienen tras la muerte, este viernes, del escritor portugués José Saramago (1922-2010). Un hombre que entendió muy bien lo que significa la palabra compromiso.
No sólo fue un magnífico escritor, sino que llevó también sus palabras y sus palmadas de apoyo donde creyó que eran necesarias.
Defendió sus ideales, fue crítico y pesimista (decía que los pesimistas son los que cambian el mundo, no los optimistas que ven todo bien) y promovió la tolerancia.
Admiro a creadores como Saramago porque son gente auténtica, que no teme ser incómodo para algunos cuando defiende su verdad; que asume lo que considera su responsabilidad en la vida y de paso, da ejemplo para los que quedamos.
De él podemos citar cientos de sabias frases y reflexiones, pero ninguna como la que quiero mantener encendida en mi memoria hasta que cumpla 100 años: “La vejez empieza cuando se pierde la curiosidad”.
Y si no, que lo diga el doctor venezolano Jacinto Convit, que a los 96 años ha descubierto una autovacuna contra el cáncer.
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