La pregunta que da título a esta nota la formulo, hoy Día Internacional del Libro, a modo de reflexión sobre lo que leemos y por qué.
Presumo que seguramente la mayoría de las personas que conozco responderán con un sonoro y muy acentuado “sí, por supuesto que ya leí Cien años de soledad”.
¿Cómo no haberla leído, si es catalogada como una obra maestra de la literatura universal y su autor, el colombiano Gabriel García Márquez, hasta fue reconocido con el premio Nobel en 1982, para orgullo de los latinoamericanos?
Pues sí, la obra (publicada a mediados de 1967) ostenta una muy larga lista de válidas y contundentes razones para ser leída y, sin embargo, me incluyo entre los pocos lectores que aún no han disfrutado del realismo mágico de sus páginas.
Debo admitir que, siendo periodista de profesión, oficio y convicción, para mí no es fácil confesarlo y hasta cierto punto, explicarlo; pero lo reitero, todavía no he conocido el maravilloso mundo de Macondo.
Y sin ánimos de justificarme, creo que el origen de tan imperdonable omisión está en mis tiempos de bachillerato, por allá a finales de los ’80, cuando (no sé si todavía) era casi que obligatorio leer la historia que pocos años antes había hecho mundialmente famoso al escritor de Aracataca y en el presente ha sido traducida a más de 40 lenguas.
Por entonces, la lectura ya estaba entre mis gustos y prioridades; era y es un acto voluntario y placentero que a cambio de tiempo y atención concede conocimientos y, en el mejor de todos los casos, alimenta “a la loca de la casa”, como llama la escritora Rosa Montero a la imaginación, ésa que se extravía cuando de sabios niños nos volvemos “exitosos adultos”.
Para no hacer el cuento tan largo (que ya lo es) tomé la equivocada (?) decisión de no leer lo que toda la clase: Cien años de soledad. Me dije que después lo haría sin el apuro y la obligatoriedad de los pocos días que concedieron para su análisis y exposición. Como todavía pasa, la mayoría de los alumnos prefirió lo más fácil, porque el libro de texto traía un resumen de la obra (lo que equivalía a la Internet de hoy).
Por mi parte, decidí “cumplir” la orden tomando la opción B que ofreció la profesora: El Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, quien por cierto ganó el premio Nobel de Literatura el mismo año que se publicó la obra del García Márquez.
Lo cierto es que, aunque atropelladamente, completé la tarea y analicé la obra lo mejor que pude. Lo malo es que se me pasó la mano con aquello del “después lo leo” y pasados los años he seguido de cerca las creaciones periodísticas y literarias del Gabo y de tantos otros autores, y nada que me siento a disfrutar del libro en cuestión.
Mi reflexión es que si bien debemos leer por y con gusto y no por obligación, y que un lector tiene el derecho de leer lo que quiera, saborearlo, releerlo, recrearlo, también es cierto que hay casos de casos…así que sin más excusas, mañana empiezo a conocer Cien años de soledad.
Presumo que seguramente la mayoría de las personas que conozco responderán con un sonoro y muy acentuado “sí, por supuesto que ya leí Cien años de soledad”.
¿Cómo no haberla leído, si es catalogada como una obra maestra de la literatura universal y su autor, el colombiano Gabriel García Márquez, hasta fue reconocido con el premio Nobel en 1982, para orgullo de los latinoamericanos?
Pues sí, la obra (publicada a mediados de 1967) ostenta una muy larga lista de válidas y contundentes razones para ser leída y, sin embargo, me incluyo entre los pocos lectores que aún no han disfrutado del realismo mágico de sus páginas.
Debo admitir que, siendo periodista de profesión, oficio y convicción, para mí no es fácil confesarlo y hasta cierto punto, explicarlo; pero lo reitero, todavía no he conocido el maravilloso mundo de Macondo.
Y sin ánimos de justificarme, creo que el origen de tan imperdonable omisión está en mis tiempos de bachillerato, por allá a finales de los ’80, cuando (no sé si todavía) era casi que obligatorio leer la historia que pocos años antes había hecho mundialmente famoso al escritor de Aracataca y en el presente ha sido traducida a más de 40 lenguas.
Por entonces, la lectura ya estaba entre mis gustos y prioridades; era y es un acto voluntario y placentero que a cambio de tiempo y atención concede conocimientos y, en el mejor de todos los casos, alimenta “a la loca de la casa”, como llama la escritora Rosa Montero a la imaginación, ésa que se extravía cuando de sabios niños nos volvemos “exitosos adultos”.
Para no hacer el cuento tan largo (que ya lo es) tomé la equivocada (?) decisión de no leer lo que toda la clase: Cien años de soledad. Me dije que después lo haría sin el apuro y la obligatoriedad de los pocos días que concedieron para su análisis y exposición. Como todavía pasa, la mayoría de los alumnos prefirió lo más fácil, porque el libro de texto traía un resumen de la obra (lo que equivalía a la Internet de hoy).
Por mi parte, decidí “cumplir” la orden tomando la opción B que ofreció la profesora: El Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, quien por cierto ganó el premio Nobel de Literatura el mismo año que se publicó la obra del García Márquez.
Lo cierto es que, aunque atropelladamente, completé la tarea y analicé la obra lo mejor que pude. Lo malo es que se me pasó la mano con aquello del “después lo leo” y pasados los años he seguido de cerca las creaciones periodísticas y literarias del Gabo y de tantos otros autores, y nada que me siento a disfrutar del libro en cuestión.
Mi reflexión es que si bien debemos leer por y con gusto y no por obligación, y que un lector tiene el derecho de leer lo que quiera, saborearlo, releerlo, recrearlo, también es cierto que hay casos de casos…así que sin más excusas, mañana empiezo a conocer Cien años de soledad.
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