Casi medio millón de migrantes indocumentados, la mayoría hispanos, se convertirán en delincuentes en el estado de Arizona el próximo mes de julio.
Por esos días, en el árido territorio del suroeste de Estados Unidos, que hasta mediados del siglo XIX era mexicano, las autoridades regionales considerarán un delito residir allí sin permiso. La policía, cual agente migratorio, podrá perseguir y detener a cualquier persona que, por “sospechas razonables”, parezca un inmigrante ilegal.
El anuncio de esta cacería de sospechosos la hizo el viernes pasado la gobernadora republicana de Arizona, Jan Brewer, cuando promulgó la ley antiinmigrante SB 1070, la legislación más severa jamás aprobada en ese país.
“La ley abre la puerta a la intolerancia, el odio, la discriminación y el abuso”, advirtió el presidente de México, Felipe Calderón, cuatro días después (¡!), cuando encendió las alarmas sobre las implicaciones nacionales y hasta internacionales que tendrá la normativa que criminaliza a los indocumentados.
El rechazo tanto dentro como fuera de Arizona ha sido general y coincidente: la ley es racista y discriminatoria y algunos grupos de activistas han llegado a compararla con el apartheid, la persecución a los negros o las prácticas del nazismo.
La mayoría de los gobiernos latinoamericanos, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, El Vaticano, Amnistía Internacional, el Congreso mexicano y voceros de cientos de organizaciones no gubernamentales del mundo han calificado de inaceptable la ley, por violar principios fundamentales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El presidente de EE UU, Barack Obama, también ha objetado su aprobación y reconocido que la norma violaría los derechos civiles de las personas: “Las gestiones recientes en Arizona amenazan con socavar los conceptos fundamentales de equidad tan caros para los estadounidenses, así como la confianza entre la policía y las comunidades que es crucial para brindarnos seguridad''.
Y si bien el Departamento de Justicia estadounidense está estudiando la cuestionada ley migratoria para determinar su legalidad, lo que muchos nos preguntamos es: ¿Por qué, en un país donde residen más de 43 millones de inmigrantes, 12 millones ilegales y donde desde hace un año y tres meses hubo un cambio de timón que prometió enfrentar el problema migratorio en el primer año de gestión, aún no se ha hecho nada al respecto?
Tanto no se ha hecho nada, que hoy somos testigos de cómo la comunidad nacional e internacional critica enérgicamente la futura aplicación de una ley racista en pleno siglo XXI, cuando se supone que hemos evolucionado como seres humanos.
Entre las justificaciones de la razón de ser de la ley, si podemos llamarlas así, destaca (por su contenido y por quién lo dice, porque en la campaña electoral abogó por los inmigrantes) la del senador por Arizona y ex candidato presidencial John McCain: la ley era necesaria dada la incapacidad del gobierno de Obama para "asegurar nuestras fronteras".
Tenía razón Obama cuando acusaba a McCain, en la campaña, de ser un hombre de dos caras y en parte, creo que tiene razón McCain, en el sentido de que Obama no ha dado prioridad a una reforma migratoria (que abogamos sea constructiva e inteligente) y de allí el precedente Arizona.
Lo bueno de lo malo, en mi opinión, es que la ley Arizona ha abierto el debate y la agenda del Presidente norteamericano ha dado un giro interesante desde el viernes: el problema de los inmigrantes indocumentados urge de una solución efectiva porque ya ha esperado demasiado.
Por el momento, cifras de la Secretaría de Economía de México (de donde proceden la mayoría de los migrantes) indican que sus nacionales gastan en los comercios de Arizona, sólo en un fin de semana, cerca de 8 millones de dólares y más de 2 mil 700 millones de dólares al año. Es decir, que el boicot promovido desde diferentes sectores de México hacia el desértico estado puede tener serias consecuencias en los próximos días.
Mientras, los 460 mil inmigrantes ilegales que residen en Arizona, así como el resto de la vasta comunidad hispana que ha participado hombro a hombro en la construcción de los Estados Unidos, deben por estos días buscar la manera de disimular sus fisonomías o acentos, no vaya a ser que sean víctimas de las “sospechas razonables” que puedan levantar.
Por esos días, en el árido territorio del suroeste de Estados Unidos, que hasta mediados del siglo XIX era mexicano, las autoridades regionales considerarán un delito residir allí sin permiso. La policía, cual agente migratorio, podrá perseguir y detener a cualquier persona que, por “sospechas razonables”, parezca un inmigrante ilegal.
El anuncio de esta cacería de sospechosos la hizo el viernes pasado la gobernadora republicana de Arizona, Jan Brewer, cuando promulgó la ley antiinmigrante SB 1070, la legislación más severa jamás aprobada en ese país.
“La ley abre la puerta a la intolerancia, el odio, la discriminación y el abuso”, advirtió el presidente de México, Felipe Calderón, cuatro días después (¡!), cuando encendió las alarmas sobre las implicaciones nacionales y hasta internacionales que tendrá la normativa que criminaliza a los indocumentados.
El rechazo tanto dentro como fuera de Arizona ha sido general y coincidente: la ley es racista y discriminatoria y algunos grupos de activistas han llegado a compararla con el apartheid, la persecución a los negros o las prácticas del nazismo.
La mayoría de los gobiernos latinoamericanos, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, El Vaticano, Amnistía Internacional, el Congreso mexicano y voceros de cientos de organizaciones no gubernamentales del mundo han calificado de inaceptable la ley, por violar principios fundamentales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El presidente de EE UU, Barack Obama, también ha objetado su aprobación y reconocido que la norma violaría los derechos civiles de las personas: “Las gestiones recientes en Arizona amenazan con socavar los conceptos fundamentales de equidad tan caros para los estadounidenses, así como la confianza entre la policía y las comunidades que es crucial para brindarnos seguridad''.
Y si bien el Departamento de Justicia estadounidense está estudiando la cuestionada ley migratoria para determinar su legalidad, lo que muchos nos preguntamos es: ¿Por qué, en un país donde residen más de 43 millones de inmigrantes, 12 millones ilegales y donde desde hace un año y tres meses hubo un cambio de timón que prometió enfrentar el problema migratorio en el primer año de gestión, aún no se ha hecho nada al respecto?
Tanto no se ha hecho nada, que hoy somos testigos de cómo la comunidad nacional e internacional critica enérgicamente la futura aplicación de una ley racista en pleno siglo XXI, cuando se supone que hemos evolucionado como seres humanos.
Entre las justificaciones de la razón de ser de la ley, si podemos llamarlas así, destaca (por su contenido y por quién lo dice, porque en la campaña electoral abogó por los inmigrantes) la del senador por Arizona y ex candidato presidencial John McCain: la ley era necesaria dada la incapacidad del gobierno de Obama para "asegurar nuestras fronteras".
Tenía razón Obama cuando acusaba a McCain, en la campaña, de ser un hombre de dos caras y en parte, creo que tiene razón McCain, en el sentido de que Obama no ha dado prioridad a una reforma migratoria (que abogamos sea constructiva e inteligente) y de allí el precedente Arizona.
Lo bueno de lo malo, en mi opinión, es que la ley Arizona ha abierto el debate y la agenda del Presidente norteamericano ha dado un giro interesante desde el viernes: el problema de los inmigrantes indocumentados urge de una solución efectiva porque ya ha esperado demasiado.
Por el momento, cifras de la Secretaría de Economía de México (de donde proceden la mayoría de los migrantes) indican que sus nacionales gastan en los comercios de Arizona, sólo en un fin de semana, cerca de 8 millones de dólares y más de 2 mil 700 millones de dólares al año. Es decir, que el boicot promovido desde diferentes sectores de México hacia el desértico estado puede tener serias consecuencias en los próximos días.
Mientras, los 460 mil inmigrantes ilegales que residen en Arizona, así como el resto de la vasta comunidad hispana que ha participado hombro a hombro en la construcción de los Estados Unidos, deben por estos días buscar la manera de disimular sus fisonomías o acentos, no vaya a ser que sean víctimas de las “sospechas razonables” que puedan levantar.
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