¿Cuál es el precio que hay que pagar para tener a Dios de nuestro lado? ¿A quién le pertenece? ¿Existe Dios? Cuántas preguntas llega uno a hacerse por estos días cuando observa que mucha gente -gente que uno conoce de cerca- busca desesperadamente a Dios, y en ese frenesí por creer en el Dios correcto, es capaz de pensar que son los pastores y los sacerdotes los únicos que saben cuál es el verdadero, dónde está y cómo podemos hacer para que nos escuche. Sus semejantes, si tienen otra religión, están equivocados y serán devorados por las llamas del infierno (o cualquier otro lugar donde lo pasen mal). Total, es su culpa no creer en el verdadero Dios.
Es parte de la historia lo que ha ocurrido dentro de la Iglesia católica y ese debate sobre sus omisiones y faltas temo que durará un largo tiempo más. Mientras, leo que la Iglesia Universal del Reino de Dios, mejor conocida como Pare de sufrir, está siendo investigada por supuestamente blanquear unos 235 millones de dólares en donaciones. Con más de 8 millones de seguidores y 180 templos por el mundo (sólo en Venezuela debe haber como ¡100!) la investigación contra sus líderes religiosos revela hasta qué punto llega el poder de la palabra (entendido como la influencia del discurso).
Personas de diversas edades, condiciones, necesidades, pero un objetivo común acude a estas edificaciones que un día albergaron la magia del cine o el asombro del teatro. Al pasar el umbral los pastores se encargan de que los "milagros" ocurran.
Afuera, millones de otras almas buscan otros miles de dioses más, con oraciones, ofrendas, diezmos, sacrificios... la pregunta sigue siendo la misma: ¿Cuál Dios?
En mi ignorancia sobre los detalles de la variedad de religiones que existen, pienso que Dios, en el que creo desde niña, está en todas partes, se cambia de color, traje, idioma y acento de acuerdo con la cultura y aunque suene trillado, es como el viento que nadie ve pero todos sienten.
El Dios en el que creo está en los niños, jóvenes, adultos y ancianos; pobres y ricos; altos y bajos; sanos y, sobre todo, los enfermos y necesitados de amor. Allí está el Señor en el que creo, que no me pide pagar una cuota para poder sostener mi fe y se contenta conque viva para servir a mi prójimo (o al menos no amargarle la vida), sea cual sea su religión.
Me entristece que los seres humanos queramos ser dueños de la verdad, que intentemos imponer a los demás cuál es el camino a seguir y cómo deben comportarse, cuando una sola máxima que no se practica sería suficiente para convivir en paz: Ama a tu projimo como a ti mismo.
¿Será que no nos amamos a nosotros mismos?
Es parte de la historia lo que ha ocurrido dentro de la Iglesia católica y ese debate sobre sus omisiones y faltas temo que durará un largo tiempo más. Mientras, leo que la Iglesia Universal del Reino de Dios, mejor conocida como Pare de sufrir, está siendo investigada por supuestamente blanquear unos 235 millones de dólares en donaciones. Con más de 8 millones de seguidores y 180 templos por el mundo (sólo en Venezuela debe haber como ¡100!) la investigación contra sus líderes religiosos revela hasta qué punto llega el poder de la palabra (entendido como la influencia del discurso).
Personas de diversas edades, condiciones, necesidades, pero un objetivo común acude a estas edificaciones que un día albergaron la magia del cine o el asombro del teatro. Al pasar el umbral los pastores se encargan de que los "milagros" ocurran.
Afuera, millones de otras almas buscan otros miles de dioses más, con oraciones, ofrendas, diezmos, sacrificios... la pregunta sigue siendo la misma: ¿Cuál Dios?
En mi ignorancia sobre los detalles de la variedad de religiones que existen, pienso que Dios, en el que creo desde niña, está en todas partes, se cambia de color, traje, idioma y acento de acuerdo con la cultura y aunque suene trillado, es como el viento que nadie ve pero todos sienten.
El Dios en el que creo está en los niños, jóvenes, adultos y ancianos; pobres y ricos; altos y bajos; sanos y, sobre todo, los enfermos y necesitados de amor. Allí está el Señor en el que creo, que no me pide pagar una cuota para poder sostener mi fe y se contenta conque viva para servir a mi prójimo (o al menos no amargarle la vida), sea cual sea su religión.
Me entristece que los seres humanos queramos ser dueños de la verdad, que intentemos imponer a los demás cuál es el camino a seguir y cómo deben comportarse, cuando una sola máxima que no se practica sería suficiente para convivir en paz: Ama a tu projimo como a ti mismo.
¿Será que no nos amamos a nosotros mismos?
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